“En otros países, la vivienda forma parte de una ruta de movilidad social y económica; en Argentina, sigue siendo un destino final o, peor aún, un objetivo inalcanzable”, advierten los especialistas.
n Argentina, mudarse no es una costumbre frecuente. Mientras que en países como Estados Unidos, Reino Unido o Francia una persona cambia de vivienda entre seis y diez veces a lo largo de su vida, en el país esa cifra cae drásticamente: la mayoría se muda solo una o dos veces, muchas veces para comprar su primera y única propiedad. Y estamos hablando de aquellos casos en los que sí se puede acceder a una vivienda, porque en algunos caos no se llega ni a comprar una en toda la vida.
Este fenómeno, conocido como baja movilidad habitacional, tiene raíces económicas, culturales y estructurales. La falta de crédito hipotecario, un mercado inmobiliario volatil y el apego emocional a la vivienda heredada conforman un escenario que desalienta los cambios.
La vivienda como meta final
En países con mercados desarrollados, la vivienda funciona como parte de una “escalera habitacional”: se empieza con una propiedad pequeña, se pasa a una más grande durante la crianza de los hijos y, en la adultez mayor, se opta por una más reducida. En Argentina, este modelo casi no existe.
“En otros países, la vivienda forma parte de una ruta de movilidad social y económica; en Argentina, sigue siendo un destino final o, peor aún, un objetivo inalcanzable”, afirma Mariano García Malbrán, presidente de la Cámara de Empresas de Servicios Inmobiliarios (CAMESI).
Las mudanzas suelen estar más vinculadas a necesidades puntuales —como estudios, empleo o cambios familiares— que a una evolución patrimonial planificada. Sin crédito y con una economía inestable, muchas familias permanecen décadas en la misma casa, incluso cuando la propiedad ya no se ajusta a sus necesidades.
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